Gracias al Dr. Rogelio Araujo por la invitación, y al Dr Rafael Camacho y IAPA por el espacio, el interés y la apertura.
Quisiera comenzar con una cita tomada del libro que presentamos y comentamos hoy. En el capítulo IV, “La teoría social y cultural de las adicciones”, el autor cita a René Girard:
La hipótesis que proponemos es, que la sociedad intenta desviar hacia una víctima relativamente indiferente, una víctima ‘sacrificable’, una violencia que amenaza con herir a sus propios miembros, los que ella pretende proteger a cualquier precio.
Y a continuación el autor reformula:
La violencia a través del sacrificio de uno [el drogadicto] congrega y promueve la cohesión de la mayoría; organiza y favorece la continuidad y permanencia de la comunidad. (…)
Es de veras un reto organizarnos como comunidades. Esto lo sabe cualquiera que viva en un condominio. Uno donde, digamos, viven cinco o veinte o más vecinos, que tienen que ponerse de acuerdo para el pago cuotas de mantenimiento, para decidir cómo y en qué se van a ejercer los recursos, y para establecer y hacer cumplir reglas mínimas. Ni siquiera tiene que haber historias dramáticas de drogas ni de adictos. En ese intento por organizar a la comunidad a través de los meses y los años, van surgiendo una o varias “ovejas negras”, vecinos que no se asumen como parte de, vecinos que no quieren trabajar con otros vecinos, grupos antagónicos claramente identificables.
Aun sin ser necesarios los dramas por adicciones o por drogas, en la organización vecinal ya aparecen las “representaciones sociales” o colectivas: el loco o la loca, la tonta o tonto, el raro o rara, los juicios que califican o descalifican, y que con ello pretenden brindar pautas de orden, sentido y dirección al trabajo colectivo para que la comunidad prospere.
Digo “pretenden” porque cuando se comienzan a seguir efectivamente reglas mínimas de convivencia, lo que resulta más conveniente para todos es compartir un marco común de identidad: todos somos vecinos. Aunque haya diferencias, compartimos la identidad común de ser vecinos. Es una identidad mínima común, que se respeta para tranquilidad de todos. Porque a cualquiera lo pone intranquilo pensar en que puede ser el siguiente “sacrificable”.
En la realidad coexisten muchas historias. Podrán proseguir las diferencias o representaciones “del otro”, incluyendo “mitos del otro como sacrificable”, pero cuando el beneficio de una identidad mínima compartida es evidente, estos dramas deben pasar y efectivamente pasan a segundo plano.
Se suman voluntades. Se comparten visiones de objetivos en común. Se logra la colaboración. Incluso la colaboración espontánea. Se aprovechan al máximo los recursos humanos. Se economiza. Esto es lo que se logra cuando hay un acuerdo común de identidad compartida para colaborar.
Antes que ser darketos o punks, liberales o conservadores, usuarios de drogas o solamente prediabéticos comedores compulsivos de garnachas, todos compartimos una identidad mínima. El tema de nuestros acuerdos mínimos sobre quiénes somos y cómo prosperamos como colectividad, ha sido abordado por todas las culturas. Una identidad mínima común fue recogida por nuestros constitucionalistas con el término de “garantías individuales”; otra estrechamente relacionada es la noción de los derechos humanos, que predomina hoy en las políticas públicas desde la escala internacional hasta el trato con mi hija de ocho años.
La prohibición del uso de drogas, la opinión de que el mero uso de drogas, aunque sea en privado, ya pervierte y hace merecedor a quien las usa “de ser sacrificado”, no forma parte de esta identidad mínima común.
Pretender que se pueden construir políticas públicas de drogas, a partir de un régimen sanitario y jurídico que aprovecha el miedo por el tabú, la subsecuente ignorancia del sentido común propiciada por este miedo, y la muy extendida condena moral a cualquier uso de droga ilegal, es económicamente inviable. Económicamente inviable, porque se está excluyendo no solo la participación de las personas que usan drogas, sino la construcción de una cultura de conocimiento.
El logro del libro El Drama Social y Familiar de las Adicciones es que desenmascara la realidad de un marco artificial de significación, un marco de MITOS: entendidos y relaciones, y de RITOS o acciones, que pretenden otorgar sentido a “la lucha contra las adicciones y las drogas”, y que se ha llegado a consolidar en nuestras culturas como verdad incuestionable. Un sistema que puede ser “conveniente” para perpetuar relaciones de poder, en la familia o en la vecindad. El libro intenta poner en evidencia el origen de nuestras creencias, miedos y respuestas ante términos como “adicto” y “droga”: es un sistema construido, un artificio, y como tal, puede o no estar fundamentado en la realidad. Es un sistema simbólico y ritual, en el que podemos elegir o no tomar parte, y que puede o no estar dando buenos resultados.
¿Está dando buenos resultados? ¿Puede dar buenos resultados un sistema de creencias que nos hace brincar cada vez que escuchamos un término como “adicto” o “droga”?
Para probar qué tan arraigados están estos dos términos, a nuestros impulsos más viscerales de respuesta, y no al raciocinio, les propongo el siguiente experimento. Quiénes de aquí ya bebieron café esta mañana. (contar)
¿Saben que el café es una droga? Compañera: usted se drogó esta mañana. Mi muy respetable funcionario público: usted se acaba de drogar. Todos ustedes se drogaron esta mañana, con café. ¿Cuántas tazas toman al día? Basta con estar tomando una o dos tazas de café, para que el día en que el café falte, o que se lo beban sin cafeína, por la tarde comience a dolerles la cabeza. Todos ustedes que acostumbran beber café todas las mañanas, son dependientes. Si les digo “Adictos” por acostumbrar beber café, tal vez me aclaren que no, mientras no haya un uso compulsivo.
¿Entonces el problema no es la dependencia, sino el uso compulsivo? Cuántos de nosotros nos conducimos en forma compulsiva, aunque sea de vez en cuando. La ansiedad aquella que produce las conductas compulsivas, está muy expandida. Y conduce a daños considerables, que en muchas ocasiones nada tienen que ver con drogas. Qué hay de mirar el celular compulsivamente, incluso cuando vamos caminando o conduciendo, so riesgo de un accidente. Qué hay de comer compulsivamente. Desayunar torta de tamal todos los días, o llevar una dieta poco balanceada a pesar de las campañas contra la diabetes y a favor de comer frutas y verduras, ¿no es una conducta compulsiva? ¿Conocen el incremento exponencial de las muertes atribuibles a la diabetes en los últimos 20 años? ¿No son los carbohidratos simples, la principal sustancia de abuso en este país?
Así nos podemos seguir, en un proceso de deconstrucción de las cargas de sentido, de palabas como droga y adicción, cómodos «enemigos públicos» a modo, pero poco racionales, poco útiles para reducir efectivamente daños, y promotoras de una cultura de filicidio.
Entonces el problema no es la dependencia, ni siquiera el consumo compulsivo, sino la ansiedad. O el problema no es la droga, sino una práctica dañina en particular. O la falta de información. O la falta de una cultura preventiva, en donde los amigos del borracho puedan ayudarle a manejar, ya no el uso de alcohol sino el automóvil –que se ponga borracho si la ocasión lo amerita, pero que no se accidente y vaya a matar a alguien.
Conviene al bien común trascender los sentidos de droga y adicción como males absolutos a combatir. Las drogas sí implican riesgos: esto siempre debe quedar claro. Riesgos que se tienen que especificar en cada caso. Hay que trascender los mitos y los ritos, que designan a la loca del edificio, al raro o tonto u ogro del condominio, para efectivamente llegar hasta esa llave que gotea, y cerrarla. Para poner ese letrero de basura orgánica a ese tonel, y lograr un acuerdo común sobre cómo usarlo. De la misma forma hay que trascender los velos de estos calificativos, para aproximarse a cada práctica específica con drogas que requiere atención para reducir los riesgos.
Aquí un gran reto para las políticas públicas y la cultura de prevención de daños: cómo informar sobre riesgos de prácticas específicas con drogas, sin hacer publicidad a esa práctica, al uso de esa droga o de las drogas en general. Porque cada vez que hablamos sobre drogas les estamos haciendo publicidad. Estamos dirigiendo interés hacia las drogas, aunque digamos que son malas. Es mejor decir no que son “moralmente malas” (lo cual representa una gran publicidad para un amplio sector rebelde de la juventud) sino que implican riesgos. En ocasiones, riesgos mortales.
Cómo establecer advertencias en el camino que un joven ya está recorriendo, sin hacerle una publicidad innecesaria a ese mapa de caminos, a otros jóvenes que por fortuna o no, cuentan con otros intereses.
Podemos proponer que hay dos estrategias para prevenir daños, sin caer en la publicitación de las drogas, ni en su estigmatización. Por un lado, una estrategia preventiva general basada en el respeto a las drogas, como al fuego, o a las olas del mar. Es necesario establecer un marco de significación para hablar sobre el uso de drogas, donde impera el respeto, en lugar del miedo, y en lugar de la apología. Infundir al poder de las drogas un respeto paralelo al poder de otras fuerzas de la naturaleza.
Por otro lado, la estrategia preventiva específica a cada droga y a cada práctica, lo más cerca posible de donde ocurre, lo más cerca posible de los actores involucrados. Para esto sería necesario que las instituciones públicas atendieran no solo aquellos fragmentos más problemáticos de las prácticas con drogas. Lo ideal sería que atendieran al universo completo. No en el sentido de recibir a todas las personas que las usan, lo cual es insustentable. Pero sí en el sentido de percatarse de este universo de prácticas, en toda su diversidad y complejidad, y aceptando que no son necesariamente problemáticas o patológicas. Y de hacer partícipes a las personas que usan drogas, en el desarrollo de una cultura preventiva y de reducción de daños. La solución sustentable y económicamente viable, es invertir en la participación de todos, en la construcción de una cultura participativa con el objetivo común de prevenir.
Éste puede ser el sentido de la intervención comunitaria y social. Evidenciar las máscaras de los prejuicios, los mitos que dirigen rituales colectivos carentes de sentido, y encontrar lo significativo en intercambios donde hay propósitos claros de bienestar mutuo, de reconocer lo que sí podemos hacer como vecinos, como pares, como seres humanos que compartimos esta identidad mínima común. Todos somos personas que usan drogas, aunque les llamemos de otras formas.
Aunque su accesibilidad puede requerir un interés previamente desarrollado en ciencias sociales o humanidades, El drama social y familiar de las adicciones es una lectura que se disfruta y se agradece. En lo personal me generó una productiva reflexión sobre mi propia historia familiar, de relaciones interpersonales, y sobre mi ansiedad social. Ojalá este libro nutra el debate sobre cuáles son los objetivos, cuáles son los prejuicios, y cómo abordamos la realidad humana de las drogas.
14 de septiembre 2015
Ricardo Berthold Sala
Director
Colectivo por una política integral hacia las drogas, AC